Cambio es la palabra que desde la década de los 90 se ha instalado en las organizaciones más como un discurso que como una práctica. La escuela no es la excepción.
Resiste pertinaz, sabe que la resistencia al cambio fue su mayor fortaleza durante el siglo XX. La escuela concluyó que gracias a no cambiar, quedó en pie.
Hoy se sigue protegiendo. Se encapsula. Repite su receta efectiva de otrora.
Toca la realidad y la escolariza, la hace salón de clase: maestra explicando, alumnos escuchado, nota y acreditación.
Saberes que sólo sirven en la escuela y que construyen una realidad paralela. Un submundo que conoce sus reglas.
Esquizofrenia, si, pero conocida.
Eso lo hace bien, lo hizo mejor, pero lo hace bien ahora también.
El ritual escolar, vacío o no, es eficaz en la construcción del oficio del alumno.
Es eficaz para seleccionar. “Vos sos bueno, vos sos burro” .(Así llamamos a los malos alumnos en Argentina)
Es eficaz para disciplinar, cada vez menos, pero todavía hay colegios que logran conservar ciertas formas.
Es eficaz para silenciar, aburrir sin desmadrar la cuestión, jerarquizar los saberes de acuerdo a su parámetro y medida, imponer la marca de lo institucional.
Sostener la organización tiene un costo humano.
Hay muchos alumnos que se quedan afuera. Las estadísticas de abandono y repetición en secundaria son alarmantes en todo Latinoamérica. Son jóvenes descalzados.
Las estadística de alumnos desconectados y aburridos en sus salones de clase son mucho peor aún.
El precio por conservar la organización es alto.
Si la escuela se empeña en seguir adelante con su metodología, morirá por implosión.
¿Esperaremos sentados a ver este espectáculo, para reconstruir otro modelo sobre las cenizas del anterior?
¿Se podrá lograr transformar sobre las bases del modelo escolar actual, buscando aproximaciones sucesivas al modelo deseado?
Otra escuela es posible. Tan posible como la posibilidad que nos demos cada uno de nosotros de cambiar las prácticas y sobre todo los fundamentos que las justifican.
Creemos en una escuela que dialogue con el afuera, con la realidad, que profundice lo que el alumno trae, que lo despliegue, no que lo marque y etiquete.
Una escuela donde los maestros sepan por qué hacen lo que hacen y para qué lo hacen. Que den razones de sus prácticas, que crean en sus razones y se sientan valorados por sostenerlas.
Donde se construya un espacio para que los alumnos actúen, canten, hablen, compartan, escriban, corran y también se sienten. Pero que el estar sentados mirando un trozo de madera no le robe el 95% del tiempo escolar.
Donde los padres puedan contar como ven a sus hijos y esta sea información privilegiada para el docente y no un diálogo defensivo entre rivales.
Una escuela donde el alumno se califique a sí mismo por lo que hizo y lo haga con justicia.
Hay un camino, ya recorrido por algunos, ya experimentado, que se puede transitar.
El secreto es querer cambiar y correr el riesgo de lo que implica.
Para que algo nazca, debe morir lo anterior, o al menos debe dejar lugar a que otros modos de ser surjan. No cabe todo en una misma organización.
Si UNOi toma algo del salón de clases, la escuela nueva irá surgiendo y parte de lo deseado será realidad.
Empezar a cambiar es más que un discurso, es una acción.
Así fue para muchas escuelas. Así puede ser para nosotros también