Lejos de las proezas atléticas, el recuento de medallas y el registro de marcas, la celebración de los Juegos Olímpicos nos permite observar la interacción entre personas de todas las naciones y apreciar en ésta valores inherentes al género humano y que en esta ocasión se manifestaron de manera pródiga y natural.
En los juegos vimos a una atleta detener su carrera para levantar a otra que tropezó y cayó. Fuimos testigos de intentos fallidos que engendraron aciertos y acabaron por convertirse en medallas.
Contemplamos una selfie entre dos competidoras de países enemistados; aunque vimos, por otra parte, una mano que se quedó tendida sin respuesta.
Hubo lágrimas de gozo y lágrimas de frustración. Vimos favoritos que no lo lograron y desconocidos que sorprendieron.
Aplaudimos repetidas muestras de trabajo en equipo y esfuerzo individual, resiliencia, perseverancia, empatía, solidaridad, pundonor, nobleza, camaradería y, respeto al vencedor y al vencido.
Vimos esfuerzos que no llegaron al podio, que les faltó un centímetro, un punto, una décima de segundo, pero que significaron lo mejor de cada uno; y, en eso, no hay vergüenza alguna.
El espíritu olímpico nos enseñó que ganar no significa anular el valor de otras personas. Nos corresponde, como padres y maestros, rescatar estos valores para nuestros hijos y alumnos y mostrarles que no es preciso ser atletas para llevarlos a la práctica en nuestra vida cotidiana.
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