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Los padres mandan. Los hijos agradecen

Parte del desarrollo del niño es aprender a respetar los límites y defender sus puntos de vista con argumentos, así como aprender a tolerar las frustraciones derivadas de los límites que impone la realidad. El siguiente texto de Lidia Aratangy* explica cómo los padres pueden y deben tomar una postura coherente y segura, una autoridad […]

Autor: UNOi

Fecha: 12 de septiembre de 2013

Foto: Iuliia Soshenko/depositphotos.com

Foto: Iuliia Soshenko/depositphotos.com

Parte del desarrollo del niño es aprender a respetar los límites y defender sus puntos de vista con argumentos, así como aprender a tolerar las frustraciones derivadas de los límites que impone la realidad.

El siguiente texto de Lidia Aratangy* explica cómo los padres pueden y deben tomar una postura coherente y segura, una autoridad firme y confiable para que los niños pueden aprender sobre principios, valores y comportamientos.

Los padres mandan. Los hijos agradecen

El padre y la madre no pueden renunciar a ejercer el poder, que se basa en el conocimiento y la experiencia, no en la fuerza; ambos tienen la función de establecer para los niños límites claros y consistentes, sin los cuales ellos no tendrán elementos para desarrollar su independencia.

Ideas clave 

  • La autoridad de los padres actúa como factor de seguridad, sin el cual el niño estaría a merced de sus impulsos, lo que lo dejaría inseguro y angustiado.
  • Los límites impuestos por la realidad y traducidos por los padres, insertan al niño en el universo de lo humano, es decir, de lo social.
  • La autoridad trae implícita la responsabilidad de hacer que el niño entienda lo que se espera de él, con el fin de que pueda generalizar hacia situaciones nuevas; los padres tienen el deber de ayudar al niño a cumplir con esas expectativas.

A nadie le gusta escuchar un no. A nadie le gusta decir que no. Pero decir no es parte de la responsabilidad de los padres, así como parte del desarrollo del niño es aprender a respetar los límites y defender sus puntos de vista a través de argumentos, no de la rabieta. Los padres deben entender que la rebeldía del niño no significa ruptura ni desamor, significa afirmación de la diferencia. Hacer frente a la rebeldía de los hijos, en vez de temer esa respuesta, es parte de la función de los padres; en la misma medida que lo es para los niños a aprender a tolerar las frustraciones derivadas de los límites que impone la realidad, de la cual los padres son depositarios y traductores.

El niño tiene contacto con la frustración desde que sale del útero y el corte del cordón umbilical inaugura la falta de experiencia. A partir de ahí, el bebé comienza a vivir el aplazamiento de la satisfacción de sus necesidades y precisa de aprender a tolerar esa frustración. El recurso de que echa mano el recién nacido ante las primeras experiencias de frustración, es la fantasía –prerrogativa y consuelo de los seres humanos. Así, al sentir hambre sin tener cómo saciarla, fantasea la presencia del pecho materno. Más, si bien ese pecho alucinado apacigua la ansiedad del bebé, no cumple con sus necesidades de alimento y, un recién nacido moriría de hambre si, satisfecho su delirio, no echara mano de otro de los recursos con que la naturaleza le ha dotado: el llanto. La educación comienza en el momento, cuando la madre asigna un significado a ese llanto. A través de ese sutil intercambio de información entre el niño y la madre, el grito se transforma en comunicación y las nuevas experiencias emocionales del niño adquirieren significado.

Por más poderosos e indulgentes que sean los padres, ningún niño tiene todos sus deseos cumplidos, porque el deseo es, en sí mismo ilimitado. Por lo tanto, el niño se da cuenta de que, inevitablemente, la frustración es inherente a la vida y aprende a lidiar con ese sentimiento. Pero si los padres intentaran satisfacer inmediatamente todos sus deseos, el niño entenderá que la frustración es un desvió de ruta, derivado de la incompetencia o la intolerancia de los padres, y tendrá más dificultades para tolerar las frustraciones que la realidad impone. Se convierten en niños impacientes y berrinchudos y tienden a transformarse en adolescentes angustiados que sufren cuando tienen que soportar cualquier postergación de las satisfacciones. 

Puntos en la cuestión de la popularidad

Además de la intolerancia a la frustración de los niños, la preocupación por la «popularidad» también contribuye a la dificultad de los padres para establecer y hacer respetar los límites. Los padres quieren que sus hijos los ven como compañeros, divertidos, frescos. Aún más: quieren que los amigos de sus hijos tengan una buena impresión de ellos. Con miedo de quebrar esa imagen, a veces sobrepasan sus propios límites, tratando de ser más liberales de los que sus entrañas toleran. Por miedo a ser tachados como anticuados, tratan de ser más tolerantes de lo que sus emociones pueden soportar, por parecer modernos y comprensivos. Pero esta preocupación por las etiquetas no ayuda en nada a las relaciones entre padres e hijos. No se trata de elegir entre ser liberal o represivo: es preciso saber ubicarse con claridad entre esos dos márgenes, a partir de los valores y sentimientos propios. Sin superar sus límites sólo para mostrarse liberado; sin ser más restrictivo de lo que sus convicciones permiten, sólo para demostrar poder.

Lo que significa ser libre

La libertad, tan preciada para el ser humano, no depende de las convicciones ideológicas de los padres ni del poder de seducción de los niños: la libertad es una cuestión de competencia para tomar decisiones. Libre no es quien «hace lo que quiere», porque tenemos deseos infinitos simultáneamente y es imposible responder a todos ellos. Quién sólo hace lo que quiere, está más cerca de la locura que de la libertad.

Entre los innumerables deseos que compiten en nuestro mundo interior y las posibilidades de satisfacción que ofrece la realidad de cada momento, es fundamental tomar decisiones (con las debidas excepciones). Y sólo es realmente libre para elegir aquél que tiene la competencia para hacer frente a las consecuencias de sus decisiones. Quién elige ir a jugar con sus amigos en lugar de hacer una lección de la escuela, tendrá que hacer el trabajo en la noche, con el riesgo de somnolencia por la mañana y, poniendo así en riesgo los compromisos del día. Hecha la decisión, quien haya elegido una opción errada, tendrá que responder por los resultados.

Pero, ¿cuántos padres están dispuestos a dejar que un hijo sufra las consecuencias de sus malas decisiones, de sus actos desastrosos? ¿Cuántos padres toleran que un hijo repita un grado después de un semestre de pereza? Es más común matricularlo en una escuela más débil, para que «él no pierda el año». Así, el niño aprende que puede reincidir y terminar por librarse de las consecuencias. Y ¿cómo hacerlos responsables si viven siempre bajo el hechizo de una magia cotidiana que transforma misteriosamente el desorden y la suciedad en limpieza y orden, en la escuela o en la casa? ¿Cómo enseñar a respetar la opinión del otro, si los padres confunden la violencia con la capacidad de liderazgo y por lo tanto llevan el hijo rebelde y difícil a creer que es un niño «de personalidad fuerte, que sabe lo que quiere»…?

¿Para qué sirve la autoridad?

Desde las primeras demarcaciones de fronteras entre el deseo del niño y los criterios de la realidad, los parámetros deben ser explicados y entendidos. De poco servirá una norma decretada sin una fundamentación que el niño pueda seguir. Si los padres se hacen obedecer, no estarán ejerciendo su función educativa, que es llevar al niño a entender principios y formar un código de referencia por el cual guiar su conducta. No basta que un niño respete o no, tiene que entender la razón de la prohibición, con el fin de aplicarla en situaciones similares. Tiene que comprender y aceptar ese código, ya que de él depende su inclusión en la comunidad humana, en la que, al contrario de lo que ocurre entre los animales, la ley no es la de la coerción por la fuerza.

El uso del castigo corporal está condenado, entre otras razones, porque se basa en la diferencia de fuerza física: incluso puede ser eficiente para asegurar la obediencia inmediata, pero no ayuda a que el niño entienda lo que se quiere de él. La obediencia ciega no es un objetivo valioso en la educación. Muchas iniquidades se cometieron en la historia reciente bajo la protección de la debida obediencia a una autoridad. Para ser realmente educativa, la imposición de límites tiene que pasar por un proceso de argumentación e incluso la confrontación, en la que padres e niños ejerciten sus respectivas capacidades de tolerancia y de seducción.

Para lograr este objetivo, las prohibiciones tienen que imponerse con convicción y tranquilidad y no en un tono vacilante o agresivo. Las órdenes deberían ser operativas, pues es parte de la responsabilidad de los padres ayudar a los niños a organizar su comportamiento a fin de errar menos. El niño tiene que entender lo que se espera de él, y cuál es el camino por el cual puede lograr ese objetivo. No basta, por ejemplo, exigir que el niño mantenga su habitación ordenada: es preciso explicar las ventajas de tener el espacio en orden (así, las cosas no se pierden, y no se pierde tiempo buscándolas) y ayudar a los niños a organizar su pertenencias. 

El no de que se convierte en por la insistencia (con base en el irritante “¡Ya, déjame!”) Sólo enseña al niño a ser necio porque la única regla que aprende es la prohibición depende de la relación entre su perseverancia en insistir y la paciencia de los padres de resistir. Existen excepciones que permiten transformar las negativas en concesiones. La hora de dormir se puede cambiar en ocasiones especiales, como cuando el padre llega de un largo viaje, o la familia está recibiendo la visita de alguien que al niño le agrada mucho. Esta flexibilidad lleva al niño a comprender que ciertas conductas encajan en algunas situaciones pero no en otras. Pero, si la excepción no se caracteriza adecuadamente, se puede sentar un precedente peligroso.

En algunos conflictos, si el niño tiene la oportunidad de expresar sus argumentos en defensa de un cambio de regla, tal vez consiga convencer a los padres que la competencia de la misma es hoy mayor de lo que los padres perciben –y la norma puede incluso ser actualizada. O el cambio puede darse en los padres, que pueden darse cuenta de que son menos intolerantes de lo que alguna vez fueron. (Afortunadamente, los adultos también están cambiando).

Autoridad versus autoritarismo

La experiencia de vivir bajo un régimen despótico y arbitrario llevó a muchos padres y maestros a renunciar a su deber de ejercer la autoridad, por temor a ser confundidos con tiranos desalmados. Una dinámica similar lleva a algunos padres, que se sentían abrumados por una educación irrespetuosa y sofocante, a confundir autoridad con arbitrariedad: para diferenciarse de los padres tiranos que tuvieron, se proponen hacer con sus hijos lo contrario a lo que vivieron y renuncian a cualquier forma de autoridad. Son padres que renuncian a todo tipo de control o dirección de los hijos, e intentan una aproximación aparentemente simétrica con ellos: no les dan órdenes o consejos, sólo conjeturas (que los niños pueden aceptar o no): que cuando los hijos llegan a la adolescencia, se camuflajean ellos mismos de adolescentes, acompañando a la pandilla en sus actividades, bebiendo y experimentando drogas junto con ellos. Sin parámetros externos de hasta dónde se puede ir, los jóvenes cada van a ser más atrevidos, poniendo a prueba los propios límites y los de los padres. En esta escalada de desafíos, esos padres permisivos terminan por no mantener su postura, artificialmente abierta y tolerante y, pasan a imponer límites estrictos y arbitrarios, repitiendo a fin de cuentas el enredo que vivieron.

Lo opuesto contrario a una educación represiva e intolerante no es una educación permisiva, sino una orientación segura y coherente, una autoridad firme y confiable. No sirve tratar de convertirse en el padre ideal del niño que el propio padre un día fue: es preciso estar atentos a las necesidades reales del niño de carne y hueso que es ese hijo, que vive en el mundo de hoy, y enfrenta dificultades diferentes a las que sus padres conocieron. Mientras que esos padres dialoguen, en su fantasía, con el fantasma del niño que fueron, dejan de fomentar el vínculo entre ellos y su hijo real y no desarrollan un clima de verdadera intimidad y confianza mutua.

Atrapados entre las diversas teorías y conjeturas, los padres se sienten inseguros y desorientados. Con miedo de cometer errores, muchos se vuelven más intolerantes que sus padres, mientras que otros se vuelven omisos. Las dos posiciones extremas dejan a sus hijos sin protección, a merced de sus propios impulsos, incapaces de formar un código de conducta. Esos padres parecen ignorar que es imposible conquistar la libertad sin conocer los propios límites para, a partir de ahí, aprender a superarlos. Educar con verdaderos límites, claros y no arbitrarios es también educar para el ejercicio pleno de la libertad.

Es una tarea desafiante y rica. Pero es también –y por eso mismo– una tarea difícil y agotadora que requiere perseverancia y coraje. Al igual que cualquier relación amorosa y comprometida, la misión no es para perezosos o distraídos. Mucho menos para cobardes.

 

Bibliografia

Tudo começa em casa – D. W. Winnicott, – Ed. Martins Fontes, 2005

Pais que educam filhos que educam pais – Lidia R. Aratangy – Ed. Rideel – 2003

Compreendendo seu filho de 4 anos –– Lisa Miller – Ed. Imago –? 1992

Que mama educa – Içami Tiba – Ed.Gente – 2002

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* Lidia Rosenberg Aratangy es psicóloga, terapeuta de parejas y famílias, profesora emérita de la Facultad de Psicología Del la Universidad católica de São Paulo, de la que fue directora de 1981 a 1985. Es autora de varios libros sobre lãs relaciones familiares, entre ellos: O Amor Tem Mil Caras (Ed. Olho Dágua), Pais que Educam Filhos que Educam Pais (Ed. Rideel), Livro dos Avós (Ed. Artemeios).

El texto original puede leerse en: http://www.todacriancapodeaprender.org.br/wp-content/uploads/2013/09/Texto-Lidia-Os-pais-comandam.pdf. Traducción: UnoNews.